ARTÍCULO DE: Celestino González Herreros

Cualquier edad nos permite soñar, sólo necesitamos la complicidad del silencio o la misma soledad que nos aparte de la realidad, sin llegar a despreciarla, mientras nos quede camino por recorrer.
Los claros de Luna, también son cómplices de esas emotivas fantasías y embelesos, cuando su luz asoma y cae sobre los transparentes senderos del fantástico trecho a seguir y borran las sombras de las mágicas noches de la dulce evocación, donde volvemos hallarles, siempre esplendorosas y frágiles como las rosas del huerto de aquellas ilusiones.
Poder imaginarnos con todo sigilo, los pasos del ser amado pisando el amplio cobertizo y oír que sus tímidas pisadas se nos acercan, inquietan el ritmo del corazón; y oír la voz, más lejos o más cerca, musitando palabras de amor, llamándonos con la cadencia acostumbrada; y oír la risa que llena todo el espacio hogareño, nos llena el alma de consuelo, pese a la nostálgica verdad, como en los sueños… Despertamos sonrientes, aunque quede el corazón oprimido. Pero hemos sido felices y volveremos a serlo cuantas veces se nos antoje o sintamos necesidad de ello. Los ratos amargos son menos afortunados, acabamos desechándolos sin que hayamos probado la hiel de sus encuentros en el marco onírico de tan deseadas apariciones.
La felicidad hay que buscarla, de la forma que sea, unos evocando los recuerdos, otros en un nuevo amor, los que más olvidando el pasado; y algunos, esperando que todo acabe, con la ilusión del más allá. La gran promesa del Creador. Pero ello requiere sacrificios que no debemos obviar. Esperar sí, pero preparados para el Encuentro Divino, sin la menor preocupación, estando en bien con nosotros mismos y con nuestros semejantes, como preludio de la eterna felicidad. Hallándonos nuevamente entre tantos seres queridos que se nos han ido… ¡Eternamente felices!
Pienso que ese será nuestro verdadero destino, lo que presiento sin riesgo a equivocarme.
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