jueves, 2 de diciembre de 2010

ART. DE UN VILLERO,

EL RELOJ DEL TIEMPO

 ARTÍCULO DE: Agapito de Cruz Franco

Regalar tiempo es una de las cosas más fascinantes que de vez en cuando asaltan mi imaginación. Los regalos, como los premios, tienen casi siempre cierta dosis de egoísmo mutuo, excepto cuando estos se producen espontáneamente, sin buscar nada a cambio y sin hacerlos sujetos a costumbre. Y sobre todo, cuando lo que se regala, es tiempo.

Guardo un precioso reloj muy antiguo de bolsillo que mi padre me entregó un día como recuerdo de su hermano mayor, un religioso agustino que se pasó más de media vida en Perú y que siempre lo había llevado con él, que llegó a dirigir dicha Orden y toda una eminencia en el campo de las ciencias naturales. Siempre funciona, pues los relojes mecánicos poseen una energía eterna que no tienen los modernos de contaminantes pilas botón. No deja además de ser parte de un tiempo que fue pero que sigue existiendo en él.

Hace años, en una de las veces que mis padres, aún en vida, venían a Canarias para visitarnos, decidieron comprarnos, como recuerdo suyo, un reloj de pared. Recuerdo que mi madre hacía especial énfasis en que el rito tuviera un halo casi institucional, y con seguridad muy significativo respecto a lo que el acto de regalar, y regalar tiempo, representaba. Hoy este reloj cuelga de la pared de nuestra casa marcando unas horas que, al compás de su maquinaria, pasan lentas o rápidamente –pues el relativismo es también parte del ser humano- en ese continuo retorno del día y de la noche.

El regalar algo personal, algo hecho con las propias manos, con la propia inteligencia o con la propia voluntad, sobre todo cuando sucede en ese momento en que comienza la vida –muchas de las veces al llegar la jubilación-, es todo un símbolo de la necesidad que tiene el ser nuestro de ser recordado. Algo especialmente propio de nuestra especie, reflejo del sentimiento de negarse a desaparecer, de no aceptar el no-ser, y que no ocurre en otras especies animales que se toman con toda naturalidad el final de su ciclo vital: “La muerte no me da miedo, me cabrea” manifestaba el recientemente desaparecido y genial director de cine Berlanga.

Si algo hay de solidario es la donación de órganos para salvar vidas, o de sangre para ayudar a otros organismos a recuperar esa savia roja sin la que no podrían continuar el camino del tiempo.

Mientras los rostros y las calles se suceden, mientras pasan inquietudes y silencios, estos aparatos del tiempo van más allá del mismo. Al medirlo, se han hecho sus dueños. Y si un día se detuviesen, como cuando se detiene el tic-tac del corazón, todo habría terminado.

De tenerlos a todas horas, bajo todas las formas y en todos lados, pasan tan desapercibidos como la vida misma. Hay una cierta tristeza en las ideologías que pasan de la vida. O peor, sobre la vida. Los proyectos religiosos y políticos que se construyen para la eternidad en un mundo caduco. Héroes, mártires, suicidas. Vidas por petróleo. Revolución. Unidad popular. Padre, Hijo y Espíritu Santo. Independencia. Alá es grande. Patria o muerte… La política -y la religión, que fue la primitiva forma de política- tienen mucho de olvido. Sólo hay una ideología que parece merecer la pena, la de la vida. Pero nadie la tiene en cuenta porque nuestra sociedad no parece haber entendido aún la belleza –y la realidad- del sol de medianoche. ”Si algún día vieran doblar, en La Concepción bendita…” La folía. El canto del pueblo al amor. Y al tiempo.

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