sábado, 19 de marzo de 2011

ARCHPIÉLAGO GULAG,

LA GUERRA DE UN DIOS MENOR

ARTÍCULO DE: Lorenzo de Ara Rodríguez
Somos un pueblo atormentado. Y no recientemente. Nuestra historia está jalonada de episodios dantescos. Hemos conseguido asombrar al mundo con hazañas irrepetibles. Hemos sigo descubridores, conquistadores, artistas, santos, pensadores, poetas, pero también se nos ha reconocido como embaucadores, asesinos, zarrapastrosos, inquisidores, dogmáticos, envidiosos. No todos los pueblos tienen una historia que contar. Nosotros sí. Y nos debemos sentir orgullosos de ella.
En el presente, sin embargo, enseñamos lo peor y más novedoso de nuestra manera de ser. La desnudez descubre un alma dubitativa. Carecemos de certezas. Todo, incluso nuestra propia existencia corpórea o terrenal la ponemos en cuestión.  Nos complace adelgazar hasta casi el infinito la superficie de lo que se presenta como real. Y en un desperdicio apocalíptico de vida, terminamos siempre en un intrincado laberinto.
Llegó la hora de volver a estar junto a otras naciones en una encomienda militar. Hay que salvaguardar los derechos humanos. Cumplir con una resolución de las Naciones Unidas. Sí, esa institución obsoleta y caduca que hasta hace poco tiempo se vanagloriaba de tener al coronel Gadafi como un defensor de los derechos humanos.
El quid de la cuestión no está en sí debemos figurar entre las naciones que emprenderán una nueva cruzada. La zozobra surge cuando esos mismos personajillos que un segundo antes se subían a los altares del pacifismo de salón, son ahora los que enarbolan la bandera militarista, los que se desgañitan con soflamas belicistas y arremeten contra el sátrapa enseñando los dientes y armándose con lo más moderno de su arsenal. Hay aviones, barcos, bases, soldados, todo lo que resulte óptimo y crucial para terminar de una vez por todas con el pie de un tirano, con la sombra de un demente.
 La memoria de este pueblo atribulado es menesterosa. Aunque la letra impresa se venda en los kioscos para un escaso número de lectores, y en la ventana digital se acumulen las reflexiones más sensatas con las más oportunistas, baratas y tragicómicas, el paseante olvida, o si se prefiere, arrincona la verdad. Porque hay verdad para el análisis de lo que hoy se presenta como opción más útil y decente.
Nuestro presidente, nuestro Gobierno, el partido que lo apoya, los votos que lo llevaron en volandas al poder, todo ese artilugio progresista se ha hecho añicos. En lo económico y también en lo moral. Se ha corrompido. No le queda más verdad que la del hombre postrado ante los hechos. El pacifista dice sí a la guerra. Los pancarteros se mantienen tranquilos en la guarida. No hay un no a la guerra que llevarse a la boca. Esta vez es legítimo el uso de la fuerza. Aunque llegue tarde, sin demasiada convicción.
José Luis Rodríguez Zapatero esperó a la llegada del secretario general de la ONU para anunciar una aportación importante de España en el nuevo frente. Y exigió, con esa cara de estadista a las puertas de su primera guerra, que el enemigo debía parar los bombardeos y declarar el alto el fuego. Pero el régimen, hasta un segundo antes aliado y banquero fiable en la Europa estrafalaria, ya había dado la orden de parar el aniquilamiento del pueblo.
Una vez más la izquierda llega tarde. Pero lo hace instalada cómodamente en el poder. Porque el poder, con el PSOE en la Moncloa o en Ferraz, siempre ha estado cercano a esa izquierda que despliega encanto, futuro, pacifismo, ecologismo, laicismo, relativismo, en resumen: nueva dictadura.
El pueblo atormentado se acomoda en el sofá para ver una tele imperial. Del circo romano a la multiplicación de canales digitales. El aparato regala imágenes, matanzas, amenazas, miedos, y también el mensaje diáfano, directo y certero del líder. ¿Qué ha cambiado? Se dirá que mucho, que todo. Que es la democracia, que es el resultado del sistema de libertades. Pero si esto no es matrix, que no lo es, lo que sí se podría concluir es que esta nueva  realidad es el deseo del poderoso. Nunca el anhelo del paseante. Por ello la guerra en ciernes es un episodio más de la rutina cíclica. Lampedusa en estado puro.
Un cambio para que nada cambie. Un pueblo ya convertido en estatua de sal que sueña con movimientos, rotaciones, futuro, ignorante de su estancamiento, preso de su atormentado decaimiento.

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