domingo, 8 de mayo de 2011

EL PLANETA,

KOESTLER EN EL SIGLO DE LAS SOMBRAS
La vida de Arthur Koestler fue un intenso recorrido por el infierno ideológico del siglo XX. Un siglo enfermo del que levanta acta en sus memorias
1938. Otoño. Hampstead, idílico retiro en las afueras de Londres. El joven periodista comparece ante el viejo sabio al cual roe ya un doloroso cáncer de mandíbula. Se siente intimidado por su grandeza. Trata de halagarlo. Se estrella contra la lucidez del hombre enfermo. Narrará eso muchos más tarde, Arthur Koestler, como la mayor torpeza de su vida extraordinaria: «Manifesté no sé qué perogrullada acerca de los nazis». Algo, más o menos quejumbroso, sobre lo inexplicable de que una sociedad tan culta como la centroeuropea hubiera sido arrastrada por una tal pulsión de muerte. El otro, el viejo vienés, lo mira amable y glacial. Sus libros acaban de ser quemados en público. Pero nada, ni el cáncer ni el horror que acabará aniquilando a su familia en Auschwitz, pueden quebrar el lúcido estoicismo sobre el cual ha alzado su doctrina. «Freud se quedó mirando un instante, con ojos ausentes e interrogativos, los árboles que se veían a través de la ventana y luego dijo, vacilando: –Pues, como usted sabe, están desatando la agresión que se hallaba reprimida en nuestra civilización. Era inevitable que tarde o temprano ocurriera algo semejante.»
Una novela prodigiosa
Koestler se siente, nos dice, profundamente ridículo. Ha cometido lo más imperdonable: tratar de consolar a un hombre inteligente. Un insulto. Y reflexiona sobre algo que ya no olvidará: «Sencillamente, había expresado la neutralidad inherente al sistema freudiano… y a toda ciencia estrictamente determinista. No era aquello de tout comprendre c’est tout pardonner [entender todo es perdonar todo], pues el perdón implica un juicio ético, sino simplemente tout comprendre c’est tout comprendre [entender todo es entender todo]. No tuve la temeridad de contradecirlo». Ese día nace Rubachov. Que es decir nace Koestler. El primero que, en una novela prodigiosa, El cero y el infinito, logra diseccionar, en frío glacial, la horrible tragedia del estalinismo, de la cual él ha sido agente importante durante años.
La grandeza de Koestler está en haberlo contado todo. Aun lo más envilecido
Nadie que la haya leído podrá olvidar la imagen sobre la cual se alza. Rubachov, héroe de la Revolución de 1917, se sienta frente a su interrogador en los subterráneos despachos de la GPU que ocupan los mismos oscuros locales que fueron de la Lubianka. Su interrogador es un antiguo camarada y subordinado suyo. Pero Rubachov no parece atender demasiado a sus preguntas: sabe demasiadas cosas como para no saber que está ya condenado. Y, además, le duelen las muelas. Se concentra solo en una de esas geometrías impolutas que marcan, con un cerco de polvo, el lugar en donde antes hubo un cuadro. Rubachov sabe cuál era: la foto del comité insurreccional del año 1917.
La fascinación del horror
Al final, de los de aquella foto quedan dos: uno es él mismo, Rubachov. Y, cuando Rubachov haya sido ejecutado, quedará ya solo el Otro, el único, aquel ex seminarista georgiano al cual todos juzgaban medio idiota y que logró aniquilar a todos –a todos– los de aquel club de mentes prodigiosas. Y Rubachov, que ha aceptado ya la muerte, rememora la fascinación del horror mismo del cual él fue parte: el horror de los hombres extraordinarios que trajeron la más extraordinaria mortandad de la Historia: «Cada uno de aquellos hombres sabía más de filosofía, derecho y economía política que todas las celebridades de todas las cátedras universitarias de Europa». Muertos. Menos uno: aquel Koba –él prefería el más altisonante alias de Stalin– de cuya tosquedad tanto se habían burlado Lenin, Bujarin, Kámenev, Trotsky...
Es el primero que logra diseccionar, en frío glacial, la tragedia del estalinismo
Rubachov está calcado sobre el destino de Nicolai Bujarin. En lo que concierne a esas semanas finales de deshonra antes del fusilamiento. Pero, en lo demás, en lo que dibuja las pequeñas miserias de una vida devorada por el cáncer de la militancia, Rubachov es Koestler, el revolucionario profesional, el hombre disciplinado de la Komintern al cual un día se le quebró el alma ante el espejo. Lo bastante como para contarlo todo en aquella novela que, en su versión inglesa, llevó el título de Darkness at Noon, «Oscuridad a mediodía», y que le valió el abandono y el odio de todos sus amigos. No hubo difamación que no cayera sobre él después de aquello. Él lo ironizará al narrar en sus memorias el raro honor de haber merecido ver quemados sus libros en Moscú como en Berlín. Pero fue duro afrontar aquella soledad que sigue a las palabras de Rubachov, resonando en una Europa que no quería oír algo tan amargo: «Todos nuestros principios eran buenos, pero nuestros resultados han sido malos. Este siglo está enfermo. Nosotros hemos diagnosticado su mal y las causas con una precisión microscópica, pero por cualquier lugar donde hayamos aplicado el bisturí ha aparecido una nueva pústula». Lo más duro de ser hombre es alcanzar ese punto de sabiduría que Freud le había señalado: conocer no cura. Y, sin embargo, solo tenemos eso: conocer, no engañarnos. Ni esperar nada.
A través de un vidrio ahumado
Porque hay dos autobiografías de Koestler. La que como tal se da en dos entregas, Flecha en el azul y La escritura invisible, a inicio de los años 50, y cuya vieja traducción –desgraciadamente no corregida en sus abundantes errores– reedita ahora Lumen en un solo volumen. Pero antes, es la novela de 1941 la que, como a través de un vidrio ahumado, da al comisario político Koestler la ocasión de saldar cuentas consigo mismo, de dejar constancia de aquello que tan difícil es decir en primera persona, lo que se encierra en el más inconfesable rincón de la memoria: lo mezquino, lo innoble, lo cobarde. Y Koestler lo evoca en el segundo volumen de sus memorias. Son los remordimientos. El del más conmovedor de los personajes de El cero y el infinito, ese ingenuo joven dirigente comunista alemán al cual ha citado Rubachov-Koestler en el museo, justo antes de cumplir las órdenes de Moscú y entregarlo a la Gestapo, porque el pacto germano-soviético así lo exige. O esa pobre secretaria y amante, que acabará perdida por los laberintos del Gulag. Nada exime de lo hecho. La grandeza de Koestler está en haberlo contado todo. Aun lo más envilecido. En haber sabido ser, como ex comunista, uno de esos «ángeles caídos que tienen el mal gusto de revelar que el cielo no es el lugar que se supone».
Rubachov está calcado sobre el destino de Bujarin, pero también es Koestler
También está lo más bello. El instante de generosidad total en el cual un Walter Benjamin que se sabe en el umbral del infierno en el París ocupado, se despide de Koestler con el más bello regalo. Espere, le dice cuando va a salir. Voy a darle lo más valioso que poseo. Pone en su mano la mitad de un tubo de pastillas. Usted y yo ya no tenemos más salida que el suicidio. Benjamin ingiere las suyas pocos meses después en Port-Bou. También Koestler se matará. Mucho más tarde. Demasiado viejo para querer seguir la vida de judío errante que Har-Even le vaticinara desde muy joven: «Siempre serás un fugitivo y un evadido en la tierra». Un hombre.

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